1 jul 2012

Vaivén

Altamira. Ocho de la noche de un miércoles cualquiera que le tiene la vida jodida a media ciudad. A toda la ciudad, mejor dicho, con su tráfico sin aparente solución, con sus buhoneros y sus señoras que venden 'peto' en las estaciones del Metro a las siete de la mañana.

Son las ocho de la noche y tres amigos hablan trivialidades en un banquito destartalado de la plaza de Altamira, la del Obelisco y los adolescentes alborotados y con ganas de vivir la vida en dos minutos.

Dos malandros entran a un local a llevarse en treinta segundos lo que le ha costado a un cincuentón ganarse en ocho horas. Pero algo pasa que accionan sus armas contra el vidrio que divide la concurrida estación del cyber en el que se encuentran. El resultado: un malandro herido y un policía (o un malandro con licencia) con cara y aires de héroe. Y también un montón de curiosos alrededor creando hipótesis infinitas, que luego irán aumentando cuando le cuenten a alguien más que volverá a contarle a otro alguien que aumentará la cifra de heridos. Por placer, nomás.

Este es uno de los tantos cuentos que a diario tienen lugar en Caracas, la "ciudad de despedidas", la más insegura de Latinoamérica, la infiel, la puta.

La culpa no es de Caracas; la culpa es de quienes hacen de ella lo que es. El motorizado 'vivo' que lleva un conteo de los retrovisores que quita a su paso, la señora que lleva el pan a su casa luego de robar carteras en El Recreo, "Cindy la sin dientes" que 'canta' en el Metro por "unas moneditas y uno que otro cestaticket"; y hasta el niño que vende rosas en el semáforo más importante de La Castellana "pa' la jeva, mi pana".
Irse no es una solución, estamos claros. Irse es una vía de escape que salva el pellejo de uno y su familia, pero no de quienes se quedan, sin posibilidad alguna. Quienes se quedan tienen sólo un propósito: sobrevivir. A la basura, a la delincuencia, a la mediocridad, a la desidia, a la burocracia, al desempleo, a la costumbre, a la ignorancia... sobrevivir.

No hace falta "vivir para contarla": hace falta criterio, lectura y mucha conciencia de cambio; de querer siempre lo mejor. Porque estamos hartos, como sociedad, de pedir perdón al conductor de la camionetica cuando no te mueves "hacia 'trás, por favor, mirrreina".

La realidad es esta, la misma que describe Fedosy Santaella en "La Caracas de Puerto Cabello". Eso sí, desde un punto más optimista, positivo y menos quejón. Pero es la misma. Cansada, explosiva, caminante.
Quienes viven en Caracas tienen postgrados en paciencia, tips de seguridad y "tráguese su mal humor", pues nunca se sabe ante quien se encuentra en la calle o en el tira y empuje del Metro. Bien lo dice Héctor Torres en su cuento "Oprima nuevamente el botón", en el que los malos tienen el control y los buenos (o quienes creen serlo) miran con incredulidad lo que sucede en su ciudad.

De nada nos sirven sus quejas, pues al final, la decisión de vivir en Caracas o Yaritagua es suya. O de sus posibilidades. Pero lo único que exigimos quienes nos quedamos en nuestra podrida (pero recuperable) ciudad es que haga algo por cambiarla y deje de pensar que sus mensajes en cadena desde el BlackBerry acabarán con la delincuencia o lo que sea que disminuya su tan apreciada calidad de vida.

Si se queda, lector, empiece a construir la ciudad que quiere y agregue un granito de arena a lo que desea. Si se va, lector, apague la luz y deje todo limpiecito como lo encontró. Ya ocuparemos su lugar.

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